Como todas las tardes después del instituto, Ania se tumbaba extenuada sobre su cama, en el último piso de la casa. Su respiración agitaba lentamente sus mechones pelirrojos alborotados sobre su rostro mientras cerraba sus ojos verdosos al son de los latidos de su corazón.
Esos ojos, los volvió a abrir unas horas más tarde, cuando el ocaso dejó paso a un cúmulo de estrellas y constelaciones, los cuales Ania disfrutaba contemplando cada noche a través del techo de cristal de su cuarto.
A Ania le gustaba pensar que no era una chica cualquiera. No era nada materialista, se fijaba en esos pequeños detalles que hacen grandes las cosas. Le deleitaba el silencio de una noche de luna llena al igual que evadirse de vez en cuando a otros mundos por medio de esa puerta llamada “Libros”. Pero lo que más le gustaba, era contemplar el firmamento en una noche de Junio como aquella.
Nunca se cansaba de pedirle deseos a esas flechas incandescentes que cruzaban el cielo seccionándolo de par en par. Se preguntaba por qué nunca se cumplían. Se preguntaba si le escuchaban. Se fue acostumbrando a gritar su deseo cada vez más fuerte, con más ánimo, con perseverancia. Pero seguían sin cumplirse. Quizás había que susurrárselos, murmurarlos cerca de ellas para qué solo las estrellas fugaces lo escucharan.
Corrió en busca de una cuerda lo suficientemente larga para alcanzar alguna. Y en cuanto la encontró, esperó la ocasión perfecta para lanzarla. Ania se encontraba en ese momento de pie sobre su cama, la ventana de cristal del tejado abierta, lista para el asalto.
Y en un abrir y cerrar de ojos, el cielo se cubrió de una lluvia de estrellas fugaces. Como si todas esas pequeñas luces fijas hubieran decidido huir de Ania. La chica se abalanzó sobre ellas y antes de poder darse cuenta, se hallaba vagando entre las nubes, enganchada a uno de esos cometas.
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